Poner en perspectiva a uno de los principales asentamientos humanos del planeta es todo un reto. La Ciudad de México está viva. Lo ha estado por siglos. Y nuestras aproximaciones siempre corren el riesgo de simplificarla, de hacerla plana, de reducirla a anécdotas o a estadísticas. Cuando la simplificamos de más, cuando queremos que la Ciudad de México copie el modelo de Londres, Berlín o parís, la ciudad nos recuerda que aunque tiene muchas similitudes con estas capitales, también tiene vida propia.

Gabriella Gómez-Mont, del Laboratorio para la Ciudad lo recuerda siempre que la entrevistan y le preguntan a qué ciudad debería parecerse la Ciudad de México en treinta años: ¿a Nueva York? ¿a San Francisco? La respuesta de Gabriella es contundente:

“Sin dejar de ser cosmopolita, el modelo de la Ciudad de México es y debe ser la Ciudad de México.”

No se trata de restaurar el mantra de los años setenta que tanto daño hizo a México: el famoso “como México no hay dos”. Ni traer de vuelta el relativismo cultural, ni encontrar en la excepcionalidad del país, motivos para mantener un sistema político autoritario. Trato, en cambio, de reconocer que la Ciudad de México solo podrá ser incluyente e inteligente, como reza el nombre de este panel, cuando así lo decidamos nosotros, quienes vivimos en ella.

Este es un nosotros amplio, plural, diverso, contradictorio, crítico. Un nosotros que busca dar destino y sentido a la Ciudad de México. Aquí, hoy, en este Senado de la República, el nosotros de la ciudad, debe verse como una responsabilidad individual y colectiva y no como demagogia política. Por eso, cuando planteo que “nosotros decidimos el destino de la ciudad” me refiero a una responsabilidad enorme, que requiere de una miríada de elementos que sería imposible describir en unos minutos.

Así que me gustaría concentrarme en uno de ellos: ¿cómo hacer para que la Ciudad de México sea una ciudad abierta?

La respuesta requiere, entre otros, de dos pilares: hacia dónde orientar a la ciudad y cómo llevarla hacia ese destino. Me explico: la ciudad requiere –y aquí tomo prestado el concepto de CCIS, una organización mexicana que se especializa en temas de cohesión comunitaria e innovación social– desatar su potencial.

Pongo un ejemplo: por años, muchos de nosotros, hemos definido a la Ciudad de México por su tamaño. Por alguna razón, completamente desconocida para mí, seguimos repitiendo que la Ciudad de México es la más grande del mundo, cosa que no solo es estadísticamente falsa desde los años ochenta, sino que nos proyecta hacia destinos equívocos. Cuando el tamaño nos define, lo que buscamos son récords guinness basados en lo numeroso de nuestra población. Obtenemos records donde ser muchos es importante: miles de personas bailando thriller de Michael Jackson, la rosca de reyes más grande del mundo, el mayor número de personas haciendo yoga al mismo tiempo. Incluso la megafoto de Spencer Tunick.

No renuncio a que estos sean componentes simbólicos de la Ciudad de México. Incluso creo que son referentes de nuestra pluralidad y diversidad como comunidad, pero también que, en su obsesión por el tamaño, nos alejan de otros enfoques que también pueden definir a nuestra ciudad. El enfoque de los derechos humanos, por ejemplo. La Ciudad de México es el escenario donde se están moviendo las fronteras de los derechos civiles para los mexicanos y no solo para los capitalinos. La ciudad es, y debe pensar a diario cómo seguir siendo, una comunidad que da la bienvenida a quienes quieren ampliar los derechos de las personas en México: el derecho a la información, el derecho a la igualdad, el derecho a la equidad, el derecho a la no discriminación.

Y aquí, con toda intención, no me refiero a que sea el gobierno quien de la bienvenida a estos derechos, sino que intencionalmente me estoy refiriendo a la ciudad. Porque quienes formamos parte de esta comunidad debemos saber que nuestros derechos están protegidos no solo por la ley, sino por la capacidad de moldear, desde la pluralidad, a los gobiernos futuros con nuestras preferencias, actitudes y creencias.

Si la pensamos desde su potencial, la Ciudad de México debe ser el puntero de los derechos humanos del país. Debe ser un refugio para quien piense o sienta que su potencial creativo, intelectual, económico, está limitado en otra parte del país o del mundo. La Ciudad de México será una ciudad incluyente e inteligente, cuando en cada calle de esta ciudad haya una cuando menos una joven mujer, que sin tener que haber nacido aquí, sepa que esta ciudad está dispuesta a aprovechar todo su talento para corregir lo que no funciona y para hacer que nuestros derechos se cumplan en la práctica.

A la Ciudad de México ya no podemos construirla desde el déficit, desde lo que nos falta, desde lo que no somos. No somos Nueva York, ni París, ni Berlín, pero tampoco Yakarta, Delhi, o Buenos Aires. Esta ciudad concentra, como ninguna otra en el país, talento, capital financiero, tecnología e información pública. Somos una sociedad que está peleando duro para impulsar un modelo de gobierno abierto, no porque eso signifique transparencia total, y mucho menos honestidad, sino porque necesitamos obtener el máximo de combinar tecnología, participación social e información pública para poder atender y resolver los problemas de nuestra comunidad.

La Ciudad de México será una ciudad abierta, no solo cuando el gobierno haga pública información en formato de datos abiertos, que por supuesto es deseable, sino cuando cada uno de nosotros sienta que su gobierno entiende que para gobernar en el siglo xxi se necesita el talento y la creatividad de 8 millones de personas. Una ciudad es abierta cuando su gobierno sabe que no tiene todas las respuestas, pero que su sociedad está dispuesta a resolver conjuntamente muchas de las preguntas.

¿Cómo desterramos el clientelismo político de nuestros programas sociales? ¿cómo diseñar programas que sí reduzcan pobreza y desigualdad? ¿cómo asegurarnos de que quienes menos tienen gocen de los mejores servicios y espacios públicos? ¿cómo garantizar que en cada comercio de la ciudad no se discrimine a nadie? ¿cómo hacer para que quienes emprendan no sientan que el único camino para poner un negocio es el del cohecho y el tráfico de influencias? ¿cómo asegurarnos de que la ciudad sea un imán para el talento, la creatividad, la inteligencia? ¿cómo vamos a discutir y entender los nuevos problemas de las ciudades: movilidad, transporte, educación media superior, obesidad? ¿cómo aprovechar el potencial de nuestros gobiernos locales? ¿cómo hacer para que la política cambie y se construya una nueva relación entre sociedad y gobierno? ¿cómo hacemos para que una nueva constitución para la ciudad sea, por primera vez en la historia del país, el mapa de los derechos que se ejercen y no el catálogo de los derechos por venir?

Creo que para cada una de estas preguntas, hay innumerables respuestas pero también una constante. Una ciudad abierta es una comunidad dispuesta a emprender procesos de construcción colaborativa, es una comunidad ávida del uso estratégico de la información pública. Una ciudad abierta identifica y aprovecha el conocimiento disponible y lo aplica a la solución de los retos colectivos. Una ciudad abierta es una ciudad incluyente e inteligente porque reconoce que un buen gobierno ya no es el que busca a toda costa liderar el cambio, sino el que aprovecha mejor el potencial de su comunidad.

Por eso, en toda ciudad abierta hay también un gobierno que puede construir una nueva relación con sus habitantes; un gobierno que sabe, que todo lo bueno en la historia de la humanidad, fue antes una dura crítica planteada por una sociedad civil cada vez más exigente.

Ponencia escrita por Eduardo Bohórquez –Director de Transparencia Mexicana– para el Foro “Repensando la Ciudad”  organizado por el Senado en colaboración con Espacio Progresista y Ala Izquierda el 29 de Julio de 2015, en la Ciudad de México.