El desafío de salvar el planeta del colapso climático es una tarea para todos. Sin embargo, la culpa por este estado de calamidad global no es de todos – o, si es de todos, se concentra desproporcionalmente más en unos que en otros. Se concentra sobre aquellos que producen y consumen más, pues los daños al medio ambiente y la emisión de gases de efecto invernadero están directamente vinculados a los grados de actividad económica. Es cierto que hay actividades más y menos limpias, pero, de manera general, producir y consumir más significan mayores impactos sobre el ambiente.

También se argumenta que la división de la culpa no es una cuestión del presente. Es una cuestión histórica. No importa, según algunos, que la economía china sea hoy una potencia cuatro veces más grande que la británica. Importa que Gran Bretaña empezó a dejar su impacto ambiental – a formar su “huella de carbono” – mucho antes que la gran mayoría de las naciones, hace 150 años, desde el principio de la revolución industrial.

Para complicar aún más las cosas, también se puede preguntar: ¿la culpa debe recaer sobre las naciones o sobre los nacionales? México emite 4 veces más CO2 a la atmosfera que los Emiratos Árabes Unidos, pero calculado per capita, un súbdito de los emires árabes emite un promedio 11 veces mayor que un mexicano.

Está ahí definido lo que hoy se denomina “responsabilidades comunes pero diferenciadas”. La tarea de salvar la Tierra es de todos, pero no puede ser distribuida por igual porque ni la culpa ni las capacidades son iguales.

¿Entonces como organizar la acción colectiva para rescatar al planeta y, al mismo tiempo, dividir la tarea de una manera justa? Este es un problema de gobernanza global que deja los desafíos de la época de la guerra fría pareciendo dilemas adolescentes. El problema de la amenaza atómica se neutralizó con una détente entre EEUU y URSS. Solución tensa, pero funcional. El problema climático es mucho más complejo. Depende de acuerdos globales y no bilaterales, y depende de cambios fundamentales en la manera como nos organizamos como sociedades.

El mercado es hoy el eje central que organiza las actividades humanas en el planeta. No podrá ser, por tanto, por otra vía que se aborde el dilema climático. Acuerdos políticos que no sean capaces de influir sobre la lógica de los mercados – es decir, oferta y demanda – no serán capaces de hacer frente al problema.

La gran meta entonces es hacer con que se reduzcan la demanda y la oferta de gases de efecto invernadero (GEI) en los mercados nacionales y globales. En economía se sabe que el mecanismo “precio” es la clave para mover los puntos de equilibrio entre oferta y demanda. Para bajar este punto de equilibrio, lo que se tiene que lograr es subir el precio de las emisiones de GEI.

Pero hay un problema. Aunque exista la oferta y la demanda de GEIs (quién va al McDonnald’s comprar un BigMac está demandando GEIs y el creador de vacas y productor de la carne los está ofertando), no existen precios discriminados para ellos. En otras palabras, el mercado oferta y demanda GEIs – porque los produce y los consume – pero lo hace incorporado a otros productos. El desafío entonces es desincorporar el precio de los GEIs de los precios globales de los productos. Solamente si logramos darles un precio propio y hacer que sean tratados como “productos” en sí mismos, seremos capaces de afectar su oferta y demanda como el planeta urgentemente necesita.

¿Pero cómo se “desincorpora” el precio de algo? En el segundo artículo de esta serie sobre la Gobernanza Climática seguiremos platicando  sobre el tema y discutiremos dos posibles soluciones.

Bruno Brandão

Coordinador del Programa de Integridad en Gobernanza Climática