Pablo Boullosa

Supongamos que el Estado mexicano fuera un edificio. El edificio tiene grandes salones llamados Secretarías, y cuartos y estancias más pequeños que son ocupados por las más variadas dependencias. Cada seis años se nombra un nuevo administrador, que trae consigo nuevos proyectos de qué hacer con el edificio. Y constantemente se están levantando y pintando muros, y cambiando y retapizando muebles, y decorando aquí y allá con gusto desigual: una lámpara, un cuadro, un nuevo programa prioritario.

Pero esos cambios y mejoras sirven de poco porque el edificio tiene un problema básico: los baños no sirven, las cañerías están tapadas, y el drenaje es casi inexistente. Huele muy mal. No importa cuánto se gasten en decorar, y en construir, y en renovar: todos los que entran al edificio perciben que algo se descompone y temen enfermarse. Y muchos, ciertamente, son los que se infectan, y los demás tenemos suerte de sólo sentir asco y repugnancia.

Se trata, desde luego, de una metáfora y una simplificación. Pero necesarias porque este es el gran problema de nuestro país: las suciedades que deberían irse con el agua, por los tubos, sumergirse en la tierra y eventualmente purificarse, se acumulan a la vista de todos. Los baños no sirven y la peste, que invade todos los rincones del Estado, es insoportable. La corrupción, la impunidad, la injusticia, son insoportables.

En todas las sociedades, sin importar ni sus genes ni su riqueza, se producen deshechos. Es natural e inevitable. Pero si los baños y cañerías funcionan, se puede vivir con tranquilidad. Nuestro problema no es rediseñar la naturaleza o la cultura del mexicano, sino contar con baños, cañerías y drenaje que funcionen.

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