Dos décadas han transcurrido desde la primera vez que Transparencia Mexicana afirmó que la corrupción no es una acción que se decide y ejecuta por dos partes, sino que se trata de redes de personas que se coordinan y benefician de forma directa o indirecta como resultado de la corrupción.

Durante estas dos décadas hemos señalado que para desmantelar redes de corrupción se necesita mejorar los mecanismos e instrumentos del gobierno para controlar la forma en la que se desempeñan los servidores públicos, pero también para investigar y sancionar a quienes desde el ámbito privado participan en las redes de corrupción.

Esta necesidad de mejorar los controles de gobierno parte del hecho que lo público y lo privado interactúan para, por ejemplo, prestar algunos servicios públicos (servicios de limpieza y recolección de basura), proveer de bienes asociados a la prestación de estos servicios (adquisición de medicamentos), o adquirir bienes necesarios para el ejercicio de las funciones administrativas del servicio público (adquisición de computadoras).

En este sentido, las interacciones que se dan entre lo público y lo privado y que están estrechamente relacionados con el acceso y ejercicio de los derechos de los ciudadanos. Es así, que la actuación de las partes en concesiones, permisos, licitaciones, entre otros, es crucial para que las personas accedamos a bienes y servicios públicos de calidad, o simplemente no existan.

La exigencia social para mejorar los controles internos del servicio público y la regulación del sector privado han propiciado que se desarrollen instrumentos de regulación que cada vez nos acercan un poco más a un modelo integral para desmantelar redes de corrupción.

Ejemplo de esto es la evolución que hemos visto sobre los instrumentos anticorrupción en materia de contrataciones públicas. En 2012 se promulgó una Ley que por primera vez dio señales sobre un sistema de responsabilidad compartido, asignando responsabilidades al sector privado. Aunque este modelo rompió con la inercia en la que sólo se asignaban responsabilidades al sector público, aún era insuficiente.

Esto fue lo que nos llevó a que en 2014 y 2015, tras años de insistir en la necesidad de reconocer la participación de ambos sectores, público y privado, en actos de corrupción, se incorporara en la Ley General de Responsabilidades Administrativas un sistema de responsabilidades a cargo de las empresas y este también tuvo su reflejo en la legislación penal. Este sistema trató de ser lo más integral posible, al incorporar la autorregulación del sector privado como una buena práctica que podía ser considerada como atenuante en un caso de corrupción.

Este modelo fue parte integral de la Ley 3de3 y es el punto de partida del compliance mexicano, que, si bien aún tiene muchos espacios de mejora, ha permitido que la conversación sobre el control de la corrupción se dé bajo supuestos totalmente diferentes. Así ocurrió en el proceso de renegociación del Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá, en el que, a pesar de la negativa de los Estados Unidos para incorporar de forma expresa la prohibición de pagos de facilitación como una conducta de corrupción, México pudo negociar que dichos pagos eran ilegales de forma previa en la legislación nacional y que, en consecuencia, estarían prohibidos en la jurisdicción del país.

La incorporación de mecanismos de autorregulación para el sector privado, en la Ley General de Responsabilidades administrativas, también ha abierto una discusión sobre la necesidad de que las empresas cuenten con políticas internas anticorrupción.

Los resultados del ejercicio conocido como IC500, que emprendimos desde Transparencia Mexicana, en conjunto con MCCI y Expansión, para conocer si existían políticas de integridad corporativa dentro de las 500 empresas más grandes de México, dan señales de hacia donde se están moviendo las empresas: En 2017, sólo 4 de cada 10 empresas tenían una política anticorrupción, y para 2018 6 de cada 10 ya contaban con esta política. Cambios similares se dieron en la publicación de compromisos con el respeto a las leyes mexicanas, y el compromiso desde los niveles directivos con estas políticas anticorrupción y códigos de conducta, en donde estos indicadores alcanzaron niveles de cumplimiento mayores al 60%.

Sin embargo, el IC500 también nos ha permitido identificar los puntos en los que hay rezagos dentro de esta medición: aunque en más del 50% de las políticas de integridad corporativa se menciona que los actos de corrupción serán sancionados, en estos no se especifica con claridad qué sanciones corresponden a las distintas conductas, ni los procesos tanto internos como externos para dar seguimiento a acusaciones de casos de corrupción. Tampoco ha habido avances en la incorporación de políticas de hospitalidad y viáticos, ni de donaciones sociales, entre las 500 empresas, y finalmente son modelos o esquemas que pueden propiciar los actos de corrupción más allá de la entrega directa de dinero. Tampoco ha habido avances significativos sobre la prevención de fraudes al interior de la empresa, que es otro tipo de conducta de corrupción, pero dentro del sector privado. En todos estos casos, los porcentajes se encuentran por debajo del 30% y podemos suponer que esta tendencia se mantiene o empeora entre las empresas mexicanas que no se evalúan en el IC500.

Aún con estos avances, creemos que es necesario mantener un proceso de revisión y mejora sobre los sistemas de autorregulación de las empresas, y el modelo de responsabilidades administrativas y penales para el sector privado.
Para empezar, el sistema de autorregulación no puede quedarse únicamente en la existencia de políticas anticorrupción y códigos de ética o de conducta. Es necesario que el sector privado dé señales sobre la forma y nivel de cumplimiento de sus políticas internas, como un medio de rendición de cuentas sobre las acciones anticorrupción que toman las empresas.

Asimismo, necesitamos conocer los resultados que el gobierno ha tenido con la implementación del modelo de responsabilidades que fue incorporado a nuestro marco normativo. Ninguna reforma será suficiente si no se aplica para desmantelar redes de corrupción.

Finalmente, cabe plantearse la pregunta de que si las políticas anticorrupción deben ser opcionales para el sector privado. Hay que tener en cuenta que los principales puntos de encuentro entre el sector público y privado, en materia de concesiones y contratación de bienes, servicios y obra público, tienen una afectación directa sobre el ejercicio de los derechos de las personas, y cualquier empresa debería ser corresponsable en el acceso a los mismos.

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