Ejemplos sobran: el caso de Profeco y sus irregularidades administrativas, las denuncias crecientes en contra del líder del sindicato petrolero, las imputaciones a César Nava, o si se prefiere, el caso de los funcionarios del Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático que decidieron hacer de la nómina del instituto el botín de unos cuantos. El problema sigue siendo el mismo. Tras discutir durante meses reformas a la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública y la creación de una Agencia Nacional Anticorrupción, el problema de la corrupción –opacidad, abuso de poder, discrecionalidad, o negocios ilegales— sigue siendo un problema visible y constante de la vida pública del país. Y más allá de la parálisis legislativa, la respuesta institucional todavía está lejos de ser equiparable con la dimensión del problema. Ello se explica, en parte, porque no hay un marco que exprese con claridad qué buscamos controlar, cómo pensamos hacerlo y quién debe ser responsable de esta tarea. 

De los cien días a la parálisis legislativa

Todavía como presidente electo, Enrique Peña Nieto decidió encarar el tema de la transparencia y el control de la corrupción. Había sido su primera propuesta de campaña y era momento de cumplir su compromiso: dotar al IFAI de la autonomía constitucional que la administración anterior había negado y desaparecer una secretaría que, en opinión de muchos, había quedado lejos de cumplir la promesa foxista de acabar con la corrupción del régimen de 70 años. Para Peña Nieto, la creación de una Comisión Nacional Anticorrupción quitaría a México el estigma de ser una sociedad corrupta con un Gobierno corrupto emanado de un partido corrupto.

La propuesta no entraba en el vacío. En la legislatura anterior, el Senado de la República había impulsado y aprobado la creación de una Fiscalía Nacional Anticorrupción, y se habían aprobado reformas a la ley federal de adquisiciones, para incrementar las sanciones a las empresas, así como reformas a la ley de contabilidad gubernamental para aumentar la transparencia en las finanzas públicas. En el ámbito académico y civil, redes como la Red para la Rendición de Cuentas habían advertido de la importancia de articular distintas acciones en un rediseño del régimen de responsabilidades y de un sistema efectivo para la rendición de cuentas.

Además de presentar las tres iniciativas —autonomía constitucional al IFAI, reformas a la Ley Orgánica de la Administración Pública y propuesta de Comisión Nacional Anticorrupción—, el nuevo Gobierno (Poder Ejecutivo y fuerzas políticas en el Congreso) incorporó las propuestas y acciones al Pacto por México. Fue una forma de anclarlas para que no terminaran en el limbo legislativo.

En el compromiso 82, las fuerzas políticas ratificaron lo aprobado en materia de contabilidad gubernamental, insistiendo en la importancia de su instrumentación. El compromiso 83 se refería a la reforma para hacer del IFAI un órgano constitucional autónomo y el 84 hablaba de los órganos estatales de acceso a la información como autónomos y colegiados. En el compromiso 85, se retoma el tema de la Comisión Nacional Anticorrupción y se habla por primera vez de un sistema nacional de comisiones estatales con el propósito de prevenir, investigar, denunciar y sancionar los actos de corrupción, poniendo particular énfasis en la CFE  y Pemex. El compromiso 86 retoma una propuesta de la sociedad civil y habla de la creación de un Consejo Nacional para la Ética Pública con la participación de diversas autoridades del Estado mexicano y miembros de la sociedad civil, para dar seguimiento a las acciones concertadas contra la corrupción.

El Pacto por México ratificó la importancia de las reformas impulsadas y les dio un marco político. Las principales fuerzas políticas coincidían: había que impulsar la armonización contable y su transparencia, dotar de autonomía constitucional al IFAI e impulsar la creación de una Comisión Nacional Anticorrupción. Una parte de la comunidad académica y de la sociedad civil, sin embargo, se mostró insatisfecha con las reformas. Algunas organizaciones que participan en la Red de Rendición de Cuentas empezaron a desarrollar la idea de una “fragmentación de la política de rendición de cuentas”, y académicos en ambos lados del espectro ideológico expresaron sus dudas sobre el diseño de la Comisión Nacional Anticorrupción. En una primera instancia, las dudas no tuvieron mayor eco en la vida parlamentaria y se aprobaron reformas a la administración pública federal que iniciarían el procedimiento para transferir las funciones de la Secretaría de la Función Pública (SFP) a otras dependencias. A punto de arrancar el proceso administrativo para desaparecer la SFP, un artículo transitorio de las propias reformas dejó claro que esta no puede desaparecer legalmente hasta que se cree la nueva Comisión Nacional Anticorrupción.

Con el ánimo reformador de los primeros cien días, el Senado de la República aprobó reformas a la Constitución y a la Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública y envió la minuta a la Cámara de Diputados. Pero, tras la escandalosa sucesión en la presidencia del IFAI, la Cámara de Diputados no logró generar los consensos para aprobar las reformas. Los diputados decidieron que la pregunta de si debían decapitar o no al IFAI era mucho más relevante que avanzar en el ejercicio homogéneo del derecho a la información en México.

La Comisión Nacional Anticorrupción no corrió con mejor suerte. Al analizarse las propuestas presentadas por distintos grupos parlamentarios, la iniciativa de creación de una nueva agencia anticorrupción reflejó en su debate preguntas fundamentales sobre el Estado de derecho en México. ¿Era momento de acabar con el monopolio del ministerio público? ¿Podía un órgano colegiado cumplir las funciones de fiscalía? ¿Debía ser la nueva agencia parte los órganos constitucionalmente autónomos? ¿Cómo articular una Comisión anticorrupción con un Consejo Nacional de Ética Pública en el que estuvieran sentados los gobernadores y poderes estatales? En medio de la discusión legislativa, la actuación de la Procuraduría General de la República en el caso de Elba Esther Gordillo, mostró que las actuales instituciones pueden cumplir tareas anticorrupción de forma muy efectiva cuando es clara la decisión de utilizarlas.

¿Por qué es necesaria una política anticorrupción?

La eventual aprobación de las dos iniciativas, una de acceso a la información y otra sobre la agencia nacional anticorrupción, será sin duda un avance en la construcción de un marco institucional para ampliar la transparencia, el Gobierno abierto y la eficacia de los órganos contra la corrupción, pero no resuelve el problema de articulación entre sus ámbitos de influencia. No toda forma de corrupción se resuelve con mayor transparencia, ni todo riesgo de corrupción se reduce al sancionarla eficazmente. Es necesario articular acciones. Reducir, como señalan los académicos, la fragmentación. Lo contrario generará, como ya ha ocurrido, leyes especiales para una multiplicidad de temas: una reforma para transparentar la contabilidad gubernamental; otra para sancionar la corrupción en las licitaciones federales, pero no así en las estatales; otra más para atender el tema de la transparencia sindical en las leyes laborales, y seguramente una reforma especial para transparentar la publicidad oficial.

No es que cada una de estas acciones no sea importante, ni deseable. Muchas de ellas son claves para la vida democrática en los próximos años. El problema estriba en la naturaleza aislada de estas medidas, fruto de posturas políticas cambiantes y no de una política que busque darles coherencia y futuro. Se dirá con razón que la política es así en prácticamente todos los temas; que las acciones en materia de salud pública o seguridad ciudadana nunca son completamente integrales; que en política, “andando la carreta se acomodan las calabazas”, y que ha sido así como se han dado los avances en los derechos civiles en el Distrito Federal o en el nuevo sistema de justicia penal acusatorio. Sin embargo, la ausencia de un marco conceptual compartido resulta evidente a todas luces. Vamos resolviendo asuntos como se nos van presentando. No hay puerto de llegada, ni estrategia de continuidad. Se asume, como se asumió con la creación de la Secretaría de la Contraloría General de la Federación (Secogef) hace más de 30 años, que una vez creadas, las dependencias son capaces de definir sus propios objetivos y su mejor rumbo.

En la práctica, ni la SECOGEF, ni la SECODAM, ni la Secretaría de la Función Pública fueron capaces de construir una política del Estado mexicano contra la corrupción. Cumplieron con su papel de contraloría interna y propiciaron la modernización administrativa del gobierno federal. La Procuraduría General de la República tampoco consiguió articular esa política de Estado. A la luz de los resultados, es momento de preguntarse si son las propias agencias las que deben de plantear la política anticorrupción, o si, por el contrario, la política anticorrupción debe indicarnos qué tipo de agencias requerimos para obtener resultados. Una política anticorrupción no es otra cosa que una hoja de ruta que, sin afectar facultades y funciones específicas, oriente nuestras medidas legales y administrativas para reducir significativamente la corrupción en el país. Repetir que la corrupción es el peor enemigo de nuestro desarrollo ya no es suficiente. Es necesario, casi urgente, contar con una política pública que articule, coordine, alinee y dé visión de futuro a las cada vez más frecuentes acciones para enderezar la República.

 

Eduardo Bohórquez (@ebohorquez) es Director Ejecutivo de Transparencia Mexicana (www.tm.org.mx), el capítulo México de Transparencia Internacional (www.transparency.org)